Y llegan de nuevo
tus ojos. Puede que sepa cerrar las míos, puede que supiera
mantenerme en el asiento de ese tren pegada a la barra de sujeción.
Puede que mirarte me bastara en ese momento, que verte salir de la
estación por un pasillo diferente solo me hiciera suspirar. Pero
hoy, ayer, incluso quizás mañana, no podré quitarme del
pensamiento la forma que tuviste de mirarme. Porque normalmente una
vista clavada en un tren es desagradable e incómoda. En cambio, tú
me mirabas con admiración, como si tuviera algo que jamás habías
visto en tu vida, como si fuera un ángel especial caído del cielo
para hacerte sonreír. Porque sonreías. Tus labios se tensaban
viéndome reir al prestar atención a un niño, viéndome hablar con
quien se sentaba a mi lado, viéndome devolverte la mirada.
Algo en ese azul
celeste me cautivó. No se si fue el color que vi en mis sueños, el
de esa cara que no tenía rostro y ese nombre que inventé. Resulta
que a lo mejor eras tú, a lo mejor estamos destinados a esa noche en
la mesa de la cocina, destinados a una noche insonme de café en la
que tú lees mi novela mientras nuestro hijo duerme en su cama.
Hechos para su pregunta “¿Dónde está papá?”, para tu viaje de
negocios, para tu llegada, tus besos de buenas noches a los dos, para
el amor incondicional de los sueños. Mientras esperamos a
comprobarlo, piensa en nuestro cruce de caminos. No olvides mi cara,
no olvides tu ternura. Recuerda mis ojos de color castaño y verde.
Trata de pensar que nos bajamos a la vez y, por favor, no renuncies
nunca a volver a mirar atrás de nuevo, como aquel día, cuando me
observaste por última vez caminar hacia otro andén.
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