Una mano la sostenía
por la garganta. El aire trataba de entrar a sus pulmones con un
quedo sonido de sus labios. Sin embargo, su corazón, lejos de
apagarse, aceleraba el latido. La sangre bombeaba hasta sus oídos
como si de un torrente se tratara.
No había dedos a
los que aferrarse en la lucha por sobrevivir ni a quién culpar de
los temblores que electrificaban su mente. Bajo la luz del día tan
solo la esperaba la oscuridad, que se ceñía a todos los miembros de
su cuerpo, entumeciéndolos. Sus heridas no sangraban a pesar de
estar abiertas y el dolor no podía curarlo ni la más potente droga.
Quizás, en sueños
muy lejanos, lograría que su súplica fuera escuchada. Aquella voz
que resonaba en su pecho con gritos de agonía, algún día quedaría
en silencio. Las alas de los ángeles ensordecerían el sufrimiento.