viernes, 7 de septiembre de 2018

Sonríe a las estrellas II

Aquí tenéis la primera parte de esta historia
http://tulipandecristal.blogspot.com/2018/05/sonrie-las-estrellas-i.html

 
Esa mañana en la que el aire parecía más denso que de costumbre al entrar en sus pulmones, sería muy diferente al resto. Cuando terminó de ducharse, vestirse y desayunar, tomó su cámara de fotos, un cuaderno, un lápiz, lo guardó todo en su mochila y salió por la puerta, sin molestarse en tomar las llaves. Paseó durante horas, siguiendo el sendero de los bosques de su ciudad. Cámara en mano, fue recorriendo cada uno de sus rincones favoritos, pidiendo a los viandantes que posaran junto a ella para tomarse una foto antes de realizar otra del paisaje completa y absolutamente vacío. Al terminar, se dirigió a una tienda de revelado de fotografías y pidió que las imprimieran. Con sus copias en papel brillante, se sentó en un parque, bajo la luz del sol, para escribir detrás de todas ellas una razón por la que visitar el lugar que había inmortalizado y, tras las imágenes compartidas con extraños, anotó una de las cualidades o impresiones que cada uno de ellos le había proporcionado ese día. También sacó el cuaderno y garabateó una nota, una simple frase que temía se perdiera entre la sopa de letras de su mente si no la plasmaba.

Una vez escrito todo eso, se recompuso, tratando de borrar de sus ojos las lágrimas que llevaban ya un buen rato deslizándose por las mejillas en silencio, ignoradas. Arrancó la hoja de papel en la que había escrito, lo dobló e introdujo en su bolsillo. Se levantó de aquel banco helado del parque y deambuló un rato más por la ciudad, tratando en vano de aspirar y distinguir todos los olores que flotaban en el aire, de observar todos los matices de colores de las flores invernales y los postigos de las ventanas, de pisar cada piedra del empedrado de las calles, solo una vez más.

Llegó, sin percatarse apenas, a aquel edificio. No parecía que fuera a serle difícil acceder, era alto además, apartado, un lugar casi perfecto. Respiró profundamente. Entró. Subió las escaleras de una en una. Alcanzó lo más alto y, allí, se paró en seco, dirigiendo sus ojos al vacío que quedaba a sus pies. No necesitó pensarlo, no necesitó dudarlo, ni siquiera necesitó una mano que empujara, tan solo se dejó caer.

El aire resonaba en sus oídos, fuerte, sin permitirle oir nada más. Por primera vez algo era más fuerte que sus pensamientos. A ella no se le aparecieron los momentos de su vida como si fueran una película muda al estilo de Charles Chaplin, no recorrió el oscuro túnel para alcanzar la luz al final, no vio a todos sus seres queridos con los brazos abiertos esperando para abrazarla tras un velo dorado. Para ella la caída no fue esa sucesión de tópicos que todos describen, ni siquiera le pidió perdón a Dios. Ese viaje la hizo libre, se sentía volar, a oscuras, con los ojos cerrados, en paz. Preparó, por fin, su cuerpo para el golpe, para la última gota de dolor, pero no lo recibió. Junto al suelo, sintió unas alas arropándola, acompañándola, que no la dejarían caer.

Encontraron el cadáver a la mañana siguiente. Gritos, dolor, lágrimas, eso era todo lo que se podía escuchar. Su cuerpo, tendido sobre la acera, acordonado de almas rotas, estaba cubierto por fotografías manchadas de sangre, de la misma sangre que, ya seca, la rodeaba, haciendo parecer que se encontraba tendida en una macabra cama de color carmesí. En su mano, encerrada dentro de su puño, la nota de papel que  antes había escrito.

Sonríe a las estrellas.

Sí, mira hacia arriba, ¿ves? Los ángeles existen, uno de ellos no quiso dejarme morir.