No fue un abrir y
cerrar de ojos. No fueron ni siquiera unos días ni unos meses.
Pasaron años transcurriendo a una velocidad infinitamente más lenta
de lo normal. El tiempo se quiso vengar mezquinamente. Se deleitó en
verme sufrir al jugar con sus horas a mi lado y mis horas sin él.
Mucho, mucho
después, desperté, sola, en mitad del océano. El corazón viajaba
encogido debatiéndose entre el miedo y la esperanza. Pisé la
tierra, su tierra, entre voces que se alternaban de todos los
colores. En segundos, mi cruel amigo quiso darme un respiro,
aflojando los dedos invisibles de mi cuello, para que, en el mar de
nuevos sonidos que me rodeaba, alcanzara a oír su voz. El mundo se
detuvo unos instantes, los primeros entre sus brazos, casi como pago
por todos los abrazos que se hundieron en las aguas. Ahí, atrapada
por su cuerpo, tuve tiempo de observarlo. Parecía más alto y más
delgado, pero el resto, bueno, todo eso había permanecido igual. Su
olor, su suave forma de sostenerme con timidez, sus tiernos ojos
castaños, su sonrisa imperceptible, su barba incipiente anhelando
ser cortada… Supe en seguida, al sentir su calidez bajo el aire
frío del termostato de aquel aeropuerto, que no importaba qué
pedazo de continente sostuviera nuestros pies, con él encontraba
significado a la palabra hogar.
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