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Esa
mañana en la que el aire parecía más denso que de costumbre al
entrar en sus pulmones, sería muy diferente al resto. Cuando terminó
de ducharse, vestirse y desayunar, tomó su cámara de fotos, un
cuaderno, un lápiz, lo guardó todo en su mochila y salió por la
puerta, sin molestarse en tomar las llaves. Paseó durante horas,
siguiendo el sendero de los bosques de su ciudad. Cámara en mano,
fue recorriendo cada uno de sus rincones favoritos, pidiendo a los
viandantes que posaran junto a ella para tomarse una foto antes de
realizar otra del paisaje completa y absolutamente vacío. Al
terminar, se dirigió a una tienda de revelado de fotografías y
pidió que las imprimieran. Con sus copias en papel brillante, se
sentó en un parque, bajo la luz del sol, para escribir detrás de
todas ellas una razón por la que visitar el lugar que había
inmortalizado y, tras las imágenes compartidas con extraños, anotó
una de las cualidades o impresiones que cada uno de ellos le había
proporcionado ese día. También sacó el cuaderno y garabateó una
nota, una simple frase que temía se perdiera entre la sopa de letras
de su mente si no la plasmaba.
Una
vez escrito todo eso, se recompuso, tratando de borrar de sus ojos
las lágrimas que llevaban ya un buen rato deslizándose por las
mejillas en silencio, ignoradas. Arrancó la hoja de papel en la que
había escrito, lo dobló e introdujo en su bolsillo. Se levantó de
aquel banco helado del parque y deambuló un rato más por la ciudad,
tratando en vano de aspirar y distinguir todos los olores que
flotaban en el aire, de observar todos los matices de colores de las
flores invernales y los postigos de las ventanas, de pisar cada
piedra del empedrado de las calles, solo una vez más.
Llegó,
sin percatarse apenas, a aquel edificio. No parecía que fuera a
serle difícil acceder, era alto además, apartado, un lugar casi
perfecto. Respiró profundamente. Entró. Subió las escaleras de una
en una. Alcanzó lo más alto y, allí, se paró en seco, dirigiendo
sus ojos al vacío que quedaba a sus pies. No necesitó pensarlo, no
necesitó dudarlo, ni siquiera necesitó una mano que empujara, tan
solo se dejó caer.
El
aire resonaba en sus oídos, fuerte, sin permitirle oir nada más.
Por primera vez algo era más fuerte que sus pensamientos. A ella no
se le aparecieron los momentos de su vida como si fueran una película
muda al estilo de Charles Chaplin, no recorrió el oscuro túnel para
alcanzar la luz al final, no vio a todos sus seres queridos con los
brazos abiertos esperando para abrazarla tras un velo dorado. Para
ella la caída no fue esa sucesión de tópicos que todos describen,
ni siquiera le pidió perdón a Dios. Ese viaje la hizo libre, se
sentía volar, a oscuras, con los ojos cerrados, en paz. Preparó,
por fin, su cuerpo para el golpe, para la última gota de dolor, pero
no lo recibió. Junto al suelo, sintió unas alas arropándola,
acompañándola, que no la dejarían caer.
Encontraron
el cadáver a la mañana siguiente. Gritos, dolor, lágrimas, eso era
todo lo que se podía escuchar. Su cuerpo, tendido sobre la acera,
acordonado de almas rotas, estaba cubierto por fotografías manchadas
de sangre, de la misma sangre que, ya seca, la rodeaba, haciendo
parecer que se encontraba tendida en una macabra cama de color
carmesí. En su mano, encerrada dentro de su puño, la nota de papel
que antes había escrito.
Sonríe
a las estrellas.
Sí,
mira hacia arriba, ¿ves? Los ángeles existen, uno de ellos no quiso
dejarme morir.
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